Las tardes en Tegucigalpa son calientes y tensas. Eso todos lo sabemos. Pero el calor es soportable, aunque haga difícil circular de un lado, otro lo soportamos. Al calor se ha sumado al intenso tráfico que enloquece a cualquiera. A veces y cada vez más seguido, da la impresión que desde los vehículos nos hemos quedado estáticos, congelados en las calles como un cuento de Cortazar, que no se mueve y apenas circula paso a paso, carro tras carro por una botella que ahora solo tiene cuellos.
Iba por la avenida que pasa frente a ASHONPLAFA. ¿Alguien conoce los nombres de las avenidas de Tegucigalpa? Una ambulancia se había averiado frente al semáforo cubriendo la mitad de la vía. Atrás, los demás vehículos se apilaban buscando un espacio para pasar: pitando, gritando, insultando.
Vi al conductor de la ambulancia, un hombre de unos cincuenta años que sin camisa estaba tirado abajo del vehículo buscando reparar el desperfecto. La luz del semáforo estaba en rojo y me quedé viendo las líneas circulares del cuerpo que se levantó como quien surge de entre los muertos mientras esperaba los segundos que tarda en cambiar a verde.
Unos vehículos atrás, vi cierto movimiento que llamó la atención de mi ojo y lo seguí por el retrovisor. Un hombre de unos 50 años había bajado de su carro -un jeep pequeño color gris-, iba sumamente molesto, sacó del interior un enorme cuchillo de esos que no son para cortar sino piel humana y se abalanzó contra el sedán que le había quitado el derecho de vía. El hombre retaba al conductor del sedán para que saliera y enfurecido comenzó a dar piquetazos a la lata del carro, gritando, casi llorando de rabia.
En Honduras hemos aprendido a vivir con la violencia y sabemos reconocer, para sobrevivir, cuando meternos y cuando no, cuando responder y cuando quedarnos callados. En una situación como la del enfurecido hombre del cuchillo, nadie se mete. Alguien con cierto sentido común se queda adentro del carro y deja que el hombre siga rallando la pintura mientras ralla en la loquera. Eso haría yo. Y me sorprendió ver cuando la puerta del sedán se abrió y de él salió un hombre con una pistola en la mano.
Se gritaban, se apuntaban, uno con el cuchillo, el otro con la pistola. No escuché que se decían porque tenía los vidrios de mi carro cerrados y no quería abrirlos: afuera hace calor y no es necesario escuchar para saber lo que dicen.
La luz del semáforo cambió y el tráfico comenzó a moverse. Los carros rodearon a ambos conductores que seguían en su escena de rabia y nos fuimos.
Cuando pasé junto a la ambulancia, el conductor había logrado encenderla y miraba atrás de la línea de carros, con las manos llenas de grasa, como quien espera una mala noticia.
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