sábado, 10 de septiembre de 2011


Septiebre

oscar estrada 


El primer 15 de Septiembre que tengo memoria fue en 1980. Recuerdo haber ido a los desfiles con mi tía Betty, que tenía en ese tiempo unos 13 años, ver los impresionantes pelotones de los colegios, las bandas de guerra, las maniobras de las fuerzas armadas que con traje de combate miraban al público con rostros serios maquillados de negro y verde, y las palillonas, que sin saber porqué me dejaban perplejo con sus largas piernas y cortas faldas. Recuerdo que para volver a casa nos fuimos a pié desde el Estadio Nacional zigzaguiándo  por las calles de tierra de Comayagüela.

En aquel tiempo vivíamos en el Barrio Los Pofesores, cerca de la quebrada El Sapo y de lo que ahora es la 3 de mayo que comenzaba a poblarse y aun no era una amenaza a la vida como lo es ahora. Era un barrio cerca del mercado San Isidro y quizá por eso lo escogió mi madre, que en ese tiempo tenía un puesto de costura en el segundo piso del mercado Colón.

Mis primeros recuerdos están de esa casa. Era un cuarto pequeño con una cocina y piso de tierra, con láminas de zinc picadas que filtraban el sol por la mañana en delgadas líneas de luces de colores que resaltaban las paredes oscuras de madera.

Había una estufa de gas keroseno de dos hornillas –para ese tiempo aun se podía comprar leña de roble en camiones con carrocerías hechízas, pero mi madre prefería la estufa de gas keroseno por prácticas. En ella recuerdo me cocinaban el osmíl de la mañana que me servían con pan blanco.

En el patio había un árbol de mango que aprendí a escalar en el mes de mayo y que usaba como mundo para mis juegos y tertulias con mis muchos amigos imaginarios.

-Los duendes me hablan- le dije a mi madre la tarde que volvió del hospital luego de haber sido operada de la vesícula.

-Estos cipotes están cargados de piojos- fue su respuesta al abrazarme y ver los granos en mi cabeza.

Al enfermarse mi madre pidió ayuda a mi abuelo quien se quedó con nosotros durante estuvo ella hospitalizada. Era un hombre serio, no recuerdo haberlo visto sonreír, que disfrutaba cocinar y comer, quizá más que ir a la iglesia adventista a la que perteneció toda su vida. Victor, mi abuelo, era muy cuidadoso con su limpieza personal. Siembre andaba su ropa aunque pobre, perfectamente planchada y nunca tuvo una caries en sus ochenta  y tantos años que le duró la vida. Pero no sabía cuidar niños y menos bañarlos.

Mi madre, aún con la herida fresca de la cirugía, se acercó a la estufa, sacó el keroseno que guardaba bajo la mesa y procedió a untárnoslo en la cabeza mientras reprochaba la insoportable plaga de piojos.

-Tanto piojo te van a comer el cerebro, y si no los mato ahora te van a hacer un niño tonto y enclenque. Dijo mientras me cubría la cabeza con un pañal de mi hermano.

El olor a gas me mareaba, sentía que la cabeza me daba vueltas, y creí era el efecto de los muchos piojos. Me estoy volviendo tonto, pensé, y me fui a sentar al palo de mango con mi improvisado turbante. Lamentando la pérdida de una inteligencia que no comprendía aun para que iba a servirme.

De ese barrio viene también, mi miedo por los perros. Tenía un vecino de la cuartería que poseía un perro amarillo y grande que me encantaba. Me gustaba sobarle el cabello, verle los ojos, que aun estaban a mi altura, pero un día me dio por tirarle la cola y el perro se giró bruscamente prensando en sus quijadas la corona de mi cabeza.

Los vecinos corrieron al escuchar mis gritos y comenzaron a golpear al perro con palos de escoba. Yo tenía el cuerpo cubierto de sangre que manaba de las varias heridas en mi cuero cabelludo. Aún preservo esa cicatriz, como aun preservo el miedo a los perros amarillos sin importar su tamaño.

Cerca de mi casa estaba la escuela Simón Bolivar. Todas las mañanas, cuando mi madre se iba al mercado a trabajar, yo tomaba una de sus libretas viejas del colegio nocturno en donde asistía y me iba a la escuela.

Al principio me metía en cualquier aula, no había kinder y fue por eso que me ubicaron con los alumnos de primer grado que inmediatamente me adoptaron como mascota. Recuerdo mi maestra era una mujer enorme –claro, yo tenía 4 años y todas las mujeres eran enormes- con un cabello rubio y frondoso al mejor estilo afro de 1979. Ella fue mi primer amor y la verdadera razón por la que aprendí, para impresionarla, a contar y a leer palabras básicas.

Ese barrio lo recuerdo como un lugar mágico. Nada que ver con el lupanar que es ahora. Recuerdo los detalles y las cosas bajo la mesa de madera en la cocina.

Cuando regresamos de ese desfile el quince de septiembre de 1980, vi con sorpresa como todas las cosas de la casa estaban en subidas en el carro del padre de mis hermanos.

-¿Porqué llegaron tan tarde? Fueron las palabras de mi madre.

Mi tía le dio alguna explicación que no escuché porque intentaba reconocer los objetos de mi casa, afuera de mi casa.

-Súbanse, dijo Rubén. Y mi madre me tomó de los brazos y me subió a la paila.

Nos fuimos. Nunca tuve oportunidad de despedirme de ese patio. De mis duendes, de mi árbol. Recuerdo un niño que desde una casa me decía adiós. Creo era mi amigo. No volví, ese lugar se vino conmigo.

Septiembre 2011

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